Un migrante con grado de gimnasta profesional que se gana la vida bailando twerk en los semáforos embutido en una licra de Spiderman (parecido a aquel traje de esquiar rojo que resaltaba las nalgas del “estúpido y sensual” Ned Flanders). Una ama de casa que se animó a ponerse el traje de Pikachu que su hijo menor compró de puro aburrido por Ali Express con su tarjeta de crédito desde su smartphone. Un vendedor ambulante de vegetales en un puerto, disfrazado de uno de esos vegetales, pero a escala humana. Un encapuchado de torso desnudo protegido por nada más que un cartel de tránsito con el signo de PARE. Algunos hacían estas cosas desde antes, otros empezaron a hacerlas a raíz de la protesta. Algunos fueron parte de la protesta porque pertenecían a la calle, otros salieron por primera vez en su vida a una manifestación. Unos vivían con un alter ego para llevarse un pan a la boca, otros decidieron usarlo para no ser reconocidos aunque después dieran entrevistas en los programas matutinos. Centennials, Millennials, Xennials, Gen X’ers, Baby Boomers (o lo que sirva en Latinoamérica). Pero para el Presidente de Chile solamente había una masa indeterminada, homogénea, que consistía de “un enemigo poderoso e implacable que no respeta a nada ni a nadie”. Discursos que durante los primeros segundos cumplen su propósito de asustar hasta que bajamos la mirada del televisor a la pantalla del celular o de la laptop. Y vemos nuestras redes sociales turgentes de estos contenidos extraños, subidos por fanpages o directamente por amigos, con gente conocida, reconocible o con la que sencillamente nos identificamos, porque puede ser nuestra profesora, nuestra pareja, nuestro papá. Y entonces comprendemos que la manifestación popular, cuando es en un contexto urbano, mestizo y globalizado, ya no es tan fácilmente satanizable para quienes diferencian una explosión real de una diseñada en After Effects. Esta nueva protesta, callejera pero de soporte digital, intergeneracional pero con códigos Centennial/Millennial, interseccional en agendas desde la mapuche hasta la LGBTQ+, tiene un poder de denuncia sin temor a perder los ojos que, a la vez, se funde con un humor nonsense y da vida a estos superhéroes locales de orígenes ordinarios y diversos con el mismo storytelling que los Avengers, con poderes, fans, iconografía y nombres googleables: Estúpido y Sensual Spiderman, Baila Pikachú, Nalcaman, Pare Man o Capitán Alameda. La gente viviendo el Homo Ludens (o sea, el YOLO) en su plenitud.
No me emociono demasiado porque sé que la evolución es cíclica, que hoy volvemos a preguntarnos si la Tierra es plana, si las vacunas matan o si la Pachamama es del Diablo. Pero me gusta vivir este momento en que cada vez más gente sabe que el enemigo poderoso e implacable no es más que -y es mucho más que- un hombre vestido de Spiderman licrado twerkeando en el asta de una bandera en Santiago de Chile, o una multitud en Beirut cantando Baby Shark para calmar a un niño asustado en medio de la marcha. Ya no hay un gran Cuco desconocido, porque ya todos nos hemos visto.