¿Me estás diciendo que un spot de animación Kellogg’s del 2010 con jingle en ruso que dice “miel pops” fue convertido en mayo de 2019 en un cover de soul a capella por una chica en la mesa de su cocina, alguien le añadió una alpaca en CGI bailando con los subtítulos “mi pan”, y terminó con los empleados de Panaderías Unión haciendo un tour por la fábrica mientras abrazaban bolsas de pan en agosto, y que eso ahora es contenido oficial de la marca?
Por supuesto. Lo aprueban los 5.6 millones de usuarios de Tik Tok alrededor del mundo que subieron videos con la última versión del audio, solos o con sus familias, recorriendo la enciclopedia generacional, hispanohablantes o no, abrazando panes franceses, chancay, baguettes, integrales, tortuga, pan de yema y pan con semillas y linaza. O los que se subieron imitando la coreografía que hacía la animación de alpaca en CGI. O los que subieron videos de alpacas en general.
Este contenido podría ser una moda más explicada por la lógica de la viralización y la cultura del meme. Pero más allá de lo evidente está una pequeña gran revolución en los valores.
AC (Antes del Covid19), nuestra forma de consumo abría la tendencia a mostrar lo que el dinero podía comprar y el entorno en el cual se podía consumir. Zapatillas, viajes, discoteca, playa, carro, gimnasio, aeropuertos, reuniones en un roof top. Auténtico o imitado, propio, alquilado, prestado o fingido, da igual, lo importante es el display del bien. El indicador del logro, o la aspiracionalidad más trillada. Capital cultural objetivado que tiene una trampa: tiene que “aprenderse a usar”, incorporarse en la práctica hasta dar la ilusión de ser natural pues, si no, se nota.
DC (después del Covid, o a partir del día/semana/mes 0 del Covid19) nos quedamos sin un escenario para ese display, y la primera cuarentena global en la historia de la humanidad nos enfrentó al espejo. Lo que hemos aprendido a ser y a hacer es nuestro único capital en el mundo de la representación (el insumo del social media), dejando fuera al bien de consumo como objeto. Si sabemos bailar, o cocinar, o entrenar duro, o maquillarnos, o armar un mueble desde cero, sigue estando bien, pero ganamos más puntos en la validación social si mezclamos referentes y, básicamente, nos burlamos de nosotros mismos. Un modelo de aspiracionalidad basado en la pertenencia, o incluso el basado en la habilidad, da pie a otro modelo basado en la actitud en función al awareness. Awareness de una crisis global, del conocimiento de más de un código, de la integración de patrones en el mensaje, y del saber reírse de sí mismo.
En una mirada rápida a los influencers que se alzaron en la pandemia, el tiktoker adolescente chiclayano Josi, cuya única asistente (y co-protagonista de sus videos) es su mamá, tiene 14.4 millones de followers, casi el doble que el millonario empresario y sugar daddy italiano, Gianluca Vacchi, con un crew audiovisual dedicado a sus canales de social media. Si creemos que es un tema generacional, La Divaza, de 22 años, dedicado hace casi 8 exclusivamente a ser un creador de contenido y celebrity internacional, también se queda a la mitad de camino con “sólo” 7 millones de followers.
Esos dos últimos escenarios producidos y glamurosos hoy no son más interesantes que los visceralmente reales, particularmente aquellos que las marcas exotizaron o invisibilizaron. El del joven gay burlándose de su bolsa “Guchi Luwitón”, o una atractiva madre y esposa joven contando cómo cuida su ojo prostético. La vida en el campo andino o la disidencia sexual en la selva. La vida de las clases por Zoom, sean de la universidad, o de idiomas. El detrás de cámaras en la grabación de un quinceañero o un día normal de delivery en el barrio.
Lo nuevo cool en la nueva normalidad es olvidarte de lo que posees, saber quién eres y usarlo a tu favor. Parece chiste pero es anécdota. Como el jingle de un comercial de cereal ruso transformándose en contenido digital de pan integral peruano, diez años más tarde.